sábado, 21 de abril de 2007

¿Viajar en el tiempo o en el espacio?

“¿Por qué tanto empeño en viajar en el tiempo? Siempre me han fascinado las películas en las que alguien inventa una máquina para saltar de una época a otra, o descrubren una brecha en el continuo espacio-tiempo a través de la cual se puede saltar a otros momentos de la historia. Pero ¿por qué viajar en el tiempo? ¿No es mejor viajar en el espacio sin cambiar de tiempo? Es decir, que en lugar de estar ahora aquí sentado, trabajando, cogiendo el teléfono, atendiendo estúpidas consultas, pudiera viajar en el espacio y aparecer -en el mismo instante- en otro lugar. Eso me permitiría deslizarme por los pliegues de esta escena, difuminarme como si fuera niebla, para materializarme en esa maravillosa finca cerca de la playa malagueña de Nerja. Con el mar de paisaje pero con la montaña de compañera. El único lugar en el que realmente me apetece estar ahora mismo.
Casi al tiempo que lo pienso me entra frío... brr, creo que estoy destemplado. Lo que me faltaba, resfriarme justo ahora, cuando más trabajo hay. Uf, otra vez suena el teléfono. A ver qué tripa se le ha roto ahora a alguien.” Al alargar la mano izquierda para coger el teléfono mientras busca a tientas con la mano derecha el bolígrafo, listo para tomar alguna nota, se queda petrificado. Desliza los dedos sobre el teléfono -que no para de sonar- y no lo toca. “Qué mareo, pues sí que me estoy resfriando”. Vuelve a intentarlo y enfoca bien la vista. Los dedos atraviesan el plástico del teléfono y no se posan sobre nada sólido. De hecho parecen desvanecerse. Pedro levanta la mano hacia su cara mientras descubre que no logra atrapar el bolígrafo sobre el que se posa su mano derecha. “Están borrosas -piensa-. Me estoy difuminando. Esto es absurdo”.
Algo asustado mira a uno y otro lado para comprobar si alguien se ha dado cuenta de sus movimientos. Ana, su compañera de la izquierda, se ríe complaciente mirándose las uñas de la mano libre mientras alguien al otro lado del teléfono le dedica algún que otro piropo. “Cualquier día la van a echar por enrollarse con tantos clientes”, piensa Pedro. A su derecha está la mesa vacía de Joaquín, que debe estar abajo, en la calle, fumando su décimo cigarrillo de la mañana. Enfrente tiene la puerta de Isabel, la jefa, que no está. Nadie le ha visto. De pronto siente un vuelco en el estómago y cuando está pensando en la conveniencia de levantarse para ir al servicio a refrescarse la cara, un intenso fogonazo de luz blanca le obliga a cerrar los ojos.
Silencio. No. No es silencio. Es... una ligera brisa. Pájaros. Susurro de hojas de aguacate al dejar pasar el viento a su través. Un escalofrío. Abre los ojos y se encuentra sentado en una tumbona con colchoneta de lona naranja con rayas blancas. Es una tumbona de plástico blanco a juego con una sombrilla que está situada a su derecha de modo que evita que le dé el sol en los ojos. El sol “¿no estoy en la oficina?”. A la izquierda hay una pequeña mesita cuadrada de plástico blanco, a juego con la tumbona. Sobre la mesita, una bandeja de madera clara que contiene un vaso de cerveza bien fría, un platillo de aceitunas de camporreal (“de las gordas, qué ricas”, piensa) y una servilleta de papel.
Con cierto miedo levanta un poco la vista, ya recuperada del tremendo impacto luminoso, para abarcar una piscina de agua cristalina y fondo azul de gresite. Es rectangular, de unos ocho metros de largo por cinco de ancho. El borde de la piscina está a metro y medio de donde él se encuentra. Es la zona donde más cubre. En el lado opuesto hay unos escalones que permiten ir descendiendo poco a poco al agua. Por supuesto, le resulta familiar. Es la finca de Frigiliana, un pueblo cercano a Nerja, donde pasó una semana el verano anterior. Es preciosa: una casita con piscina independiente y un gran terreno plantado de aguacates cuajados de frutos. Hace bueno y dan ganas de tirarse a la piscina. A su derecha está la casa, pequeña pero muy agradable, con dos dormitorios, un baño, cocina y salón. Todo de estilo rústico y acogedor. “¿Qué hago aquí? ¿He viajado en el espacio? ¿Si me muevo desaparecerá todo esto? Seguro que sí”. De pronto recuerda la extraña sensación de sus manos cuando trató de coger el teléfono y el bolígrafo. Las levanta rápidamente y las coloca frente a su cara. Parecen normales. Las gira a la luz. Las toca, se toca la cara. “Seguro que si me muevo desaparece todo, así que lo mejor es estarme quietecito y disfrutar del momento. Cuanto más dure, mejor”.
Entonces comienza a percibir realmente los sonidos que le rodean, la temperatura del lugar, la presión que ejerce su cuerpo sobre la tumbona, la inconveniencia de su traje en ese entorno... Y siente sed. Alarga la mano hacia la cerveza, la coge y se la acerca a los labios. Está perfecta, fría, espumosa... un momento... no hay espuma. No hay cerveza. Es agua. Mientras Ana le da palmaditas en la cara para que despierte, deja correr un largo trago de agua por su garganta, que le dura el mismo tiempo que tarda en digerir el hecho de que todo ha sido un maldito sueño.

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